domingo, 11 de diciembre de 2011

Carlos O.Colon Escritor y poeta de Puerto Rico


Carlos O.Colon

Escritor y poeta de Puerto Rico

Viajero incansable, sus derroteros por diferentes países, le han aportado invaluable material para escribir sus novelas y libros de relatos. Es colaborador frecuente en columnas de opinión y medios gráficos dedicados al humor. Escribe artículos para la Revista Celestial, Revista Memorial, Alpar y Guardián de los Muertos. Entre otros artículos escritos y publicados se encuentran Conmemoremos a Nuestros Muertos, Se murió de Nostalgia y La Tía Dolores. Otros ensayos y cuentos publicados incluyen: Al Cumplir Medio Siglo, Cuando Alguien Nos Deja, Lección de Amor, Nostalgia de una llamada, A nuestro Cantor Facundo Cabral, Mamá, Hoy le doy gracias a Dios y La Creación, que le hizo merecedor de varios premios literarios.

Se Murió de Nostalgia

El domingo cuando fui a visitar al tío Pepe, que lleva ya tres años en una de esas casas de ancianos, me dijo que el viejito que dormía a su lado se había muerto de nostalgia. Yo le hice caso omiso a aquello y seguí hablándole de cómo estaba la familia, del trabajo, del diario vivir, de que no se perdía de nada importante, que allá fuera no había mucho que ver. El, por el contrario, insistió y me volvió a recalcar que el viejito del lado se había muerto de nostalgia. Esta vez le pregunté el porqué hacía esa aseveración y comenzó a decirme:

Desde hace tres años trajeron a Don Pancho aquí cuando se murió su esposa. De ahí en adelante vinieron los hijos con las esposas y los nietos las primeras semanas, luego las semanas subsiguientes vinieron los hijos con los nietos, luego las semanas que siguieron vinieron los hijos. De ahí en adelante fueron mermando las visitas hasta pasar 6 o 7 meses sin que lo vinieran a ver. Hace una semana cayó en cama, me acerque para hablar con él y me dijo: Me estoy muriendo. Yo le pregunté, que si habían llamado al medico, que, que se sentía, que le llamaran a su familia, y me dijo: Lo que tengo no lo cura el médico, ni ninguna medicina. Tengo un dolor tan grande que me oprime el corazón, siento que me va a estallar. Esta tristeza de perder a mi esposa, a mis hijos y sobre todo a mis nietos me está llevando a tumba. Yo que siempre tuve todo, nunca pensé que me fuera a morir ahora de nostalgia. Pero esto uno nunca lo entiende hasta que le está pasándolo uno mismo. Yo he tratado de fingirme a mi mismo una felicidad que no existe, pero ha llegado el momento en que mi corazón no soporta más.

Sé por otro lado, que mi hijos solo esperan a que me muera para poder dividirse mi poca fortuna, que tontos son, si yo nunca he tenido nada que no sea para ellos. Siempre he tratado de alguna forma de dejarles saber que pueden hacer lo que deseen con todo lo que poseo, pero ellos se hacen los desentendidos disimulando que nos le interesa nada. Si supieran que, no solo lo que tengo les pertenece, sino, que además de eso hubiese dado mi vida por estar cerca ellos en estos momentos tan tristes de mi vida. Pero bien lo dice la gente, los viejos al asilo, donde molesten a cualquiera menos a la familia. Donde no le den trabajo a nadie, donde gracias a Dios se puede pagar su sustento con dinero que reciben de la pensión. Donde no derramen la comida, ensucien el baño, donde no nos hagan pasar penas por estar de preguntones y donde no malcríen a los nietos. Esto es lo que le espera a cada ser humano sobre la tierra.

La insensibilidad que hemos creado los hombres respecto a la familia está llevando a esta sociedad al descalabro total.

Perdóname Pepe, por estas cosas que te digo. No quiero que me lo tomes a mal, ojalá que contigo sea diferente. Que sea yo, y mis años, los que estemos pensando de esta manera.

Esa misma noche falleció.

En eso precisos momento en que conversaba con tío Pepe, llegó la familia de Don Pancho. Saludé al hijo, a quien yo conocía, y me invitó a que lo acompañara a la funeraria a hacer los arreglos para el servicio.

Cuando llegamos nos atendió el Coordinador de turno. Francisco, el hijo de Don Pancho, le indicó al caballero de la funeraria que no quería nada pomposo que buscaba un servicio sencillo. Acto seguido nos indicó lo más barato que tenemos aquí es la cremación. Si ustedes lo desean, recogemos el cadáver, lo cremamos, lo ponemos un cajita de madera, luego le dan servicio y listo.

Aquello me sorprendió tanto, que pude contenerme y pregunté, ¿y qué pasa con los amigos, familiares y el servicio de velación que antes se hacia? El caballero se volvió a mí y me respondió. Sí, sí como no, eso todavía se puede hacer pero le sale más costoso a la familia y como ustedes acaban de mencionar que el Sr. lleva ya tres años en un asilo, será muy poca la gente que va a venir a velorio y los servicios.

Esto me dejó perplejo. Es como que el este señor de la funeraria empujara al cliente a una cremación directa en lugar de ofrecerle al cliente un servicio completo. Por supuesto que Francisco, escogió el servicio de cremación.

Otra situación que me llamó la atención fue la cantidad de urnas llenas de cenizas que había en la oficina. Al preguntarle al de la funeraria con relación a esas urnas, el me dijo: muchas veces la familia ni pasaba a buscarlas y nosotros terminamos disponiendo de ellas, ya sea llevándolas a una fosa común, o las esparciéndolas en el mar. Aquello me dejo casi sin respiración. A que tipo de insensibilidad habíamos llegado los seres humanos.

Pasaron a buscar el cadáver de Don Pancho, lo cremaron, lo pusieron una en cajita plástica muy sencilla y el sábado tuvimos a las 9:00 de la mañana un pequeño servicio privado, al cual asistimos Francisco, su esposa, su dos hijos, mi tío Pepe y yo. Todo los otros familiares, por lo que supe tenían compromisos previos y no pudieron llegar.

El lunes siguiente fui al asilo busqué a mi tío Pepe, me lo traje a vivir conmigo, su rostro cambio en mil colores, me parecía ver al niño más pobre del mundo recibiendo un juguete. Me juré tenerlo en mi casa hasta el día que muriera. Le prometí hacerle un funeral decente donde pudieran venir sus amigos y familiares. El por el contrario solo le limitó a darme el abrazo más lindo que nadie me había dado en mi vida. Sus lágrimas rodaron por sus mejillas y creo que hasta el día en que yo muera voy a recordar esa expresión de alegría.

Autor: Carlos O. Colon Rodríguez

Miami, Florida